Nos veremos en el polo

miércoles, 14 de septiembre de 2011

















Hubo un tiempo en el que la dificultad en los videojuegos era, además de demencial, casi un requisito obligatorio. Las limitaciones técnicas impedían que, el jueguico en cuestión, entrara por los ojos a la primera de cambio, de manera que, los sabios señores diseñadores dotaron a estos de una dificultad infernal. Tal factor conseguía que jugáramos a la castaña que fuera llevados por el sentimiento de ira y rencor hacia el cartucho, al ver a nuestro alter ego virtual morir mil y una veces sin que nosotros pudiéramos hacer más que echarle la culpa a cualquiera que pasara por allí.
  

Sin ir más lejos, el ejemplo más sabido y resabido por toda la blogosfera es el del Abu Simbel, Profanation. La criatura en cuestión era tan sumamente injusta a la hora de jugar que sus creadores se jactaban de cualquiera que osaba plantarle cara mediante un reto: aquel que lograra llegar al final y diera la frase que se mostraba allí, conseguiría 10.000 de las antiguas pesetas*.

Con la evolución de la tecnología, la dificultad pasó de ser obligación a opción. Ya no era tan necesario forzar al reto para atraer adeptos: lo que se veía empezaba a gustar de verdad. Muchos títulos se animaron a incorporar la opción de dotar de una dificultad mayor al videojuego en cuestión marcando la casilla correspondiente en la pantalla de títulos. Anticipándose a la idea de que, posiblemente, muchos videojugadores acabarían jugando únicamente a la opción sencilla, acortando con esto la vida del producto, se abandonó la nomenclatura fácil-difícil en pos de una posible motivación que forzara al usuario a experimentar algo menos parecido a un paseo por el campo. Así, muchos incorporaron a sus filas los modos "experto", "profesional" o incluso "pesadilla", estandartes que retan al que está tras la pantalla a tomarse las cosas un poco más en serio.

Los que decidieron hacer de la dificultad marca de la casa, salieron del paso adaptando una serie de recursos extras que podían ser usados  siempre que se dispusiera de los ítems necesarios. Esto dejaba en manos del jugador la crucial decisión de, poner en juego su habilidad y fardar con los colegas luego si la jugada salía bien o largarse volando convertido en murciélago y salvar el pellejo cual rata cobarde.**



 Todo este despiporre de genialidad llevó a los más hardcores a niveles de éxtasis inimaginables. Pero, pese a todas estas "facilidades", los seres ajenos al mundillo seguían teniendo dificultades incluso en los modos más sencillos (Si no me crees enseña a tu madre a jugar al Ghosts 'N Goblins). Era necesario reducir, de alguna manera, el número de intentos que un jugador medio necesitaba para sortear un nivel; Y en ese glorioso momento nacieron las barras de vida.

"Barras" porque son rectangulares, "de vida" porque miden precisamente eso, nuestra "duración" en el susodicho mundo virtual. Cuando se recibía un golpe, el medidor decrecía X puntos (dependiendo del juego) y si uno quería volver a aumentar su nivel de salud, debía recoger unos ítems escondidos por el nivel, a menudo, en forma de corazón***.

Es muy común el caso en el que  dicha barra venía disimulada por medio de power ups. Algunos ejemplos fáciles son las famosas setas que te hacían más grande y fuerte o la típica  armadura que escondía nuestra ropa interior a topos. El concepto estaba claro y la función era exactamente la misma que la del indicador de salud: alargar la duración del juego. Como curiosidad, cabe resaltar el atípico caso del Super Smash Bros, juego de peleas en el que nuestro personaje, en lugar de barra de salud, tiene un "medidor de daño". Cuanto más aumente, más jodidos estaremos. Algo que se asemeja bastante a la realidad.

















En los shooters, los objetos encargados de rellenar el medidor de salud eran una suerte de botiquines que todo lo podían. Estos actuaban cual droga, enmascarando el dolor por tiempo indefinido mientras nosotros repartíamos estopa. Este sistema "de botiquines" fue y será criticado por el sector más realista, por razones obvias (Curarse una herida de bala en el pulmón con esparadrapo y aspirinas). Pero, puesto que la jugabilidad y la dinámica del jueguico se veía bastante compensada siguiendo este modelo, las repercusiones fueron mínimas y algunos tuvieron que morderse la lengua disfrutando como locos con Half-life, Doom y Quake entre muchos otros.

Ya metidos de lleno en el siglo XXI, donde la potencia gráfica no es señal de estar haciendo un buen producto, los jugadores más old school, se encuentran con un serio dilema: ya no pueden encontrar un juego difícil. No es que no haya modos de dificultad o situaciones que requieran de más de un intento para sortearlas, es que, simplemente, se ha abandonado ese estilo para alcanzar otras metas. La primordial: el realismo.

Dejando de lado otros géneros, los shooters son los que más se han visto afectados por esa moda de llevar lo que se ve en la realidad a un videojuego, ya sea su género ciencia ficción o fantasía. De primera mano puedo asegurar lo mal que lo pasé jugando a Stalker, recogiendo miles de objetos interesantes para darme cuenta luego de que no podía correr por más de un segundo. Este sistema realista de inventario, el cual se traduce en "carga con los objetos que necesites porque los que no, te van a estorbar", no es algo nuevo, ya se implementó en The Elder Scrolls IV: Oblivion (y puteaba más que gustaba). Unos dirán que la dificultad residía entonces en como seleccionar lo que ibas a vender, a consumir, lo que tirarías por falta de espacio y jugar con las penalizaciones al movimiento que  implicaba; otros muchos verán en esta "falsa realidad aumentada" una enorme contradicción debido al duro golpe que sufre la jugabilidad.

La jugabilidad es, ante todo, el factor más importante a la hora de crear un producto comercial y asequiblie. A consecuencia de esto, el 99% de los shooters actuales han visto substituidas sus barras de vida por tiempos de recuperación. Si ahora un ruso loco nos dispara directo a la cabeza y no acaba con nuestra existencia, basta con escondernos tras una caja viendo únicamente un manchurrón enorme de sangre  en pantalla durante 5 segundos y, voilà, listos para volver a sufrir el plomo en nuestras carnes. El juego es más rápido y preciso, la busqueda de botiquines se ha abandonado construyendo un objetivo menos elaborado pero igual de sólido: matar o ser matado.

Como escribía unas líneas más arriba, el estilo es otro. Se ha abandonado la matematización del videojuego para recuperar una vertiente más fértil, la asequibilidad. Ahora todo es más fácil, más jugable y, en ocasiones, más realista (aunque esto puede gustar o no). ¿La pega? los videojugadores de vocación, aquellos tipos duros que no soltaban el mando ni para echar un polvo, que se pasaban días y noches atascados en un mismo nivel sin apagar la consola, han quedado relegados en la sombra. Ahora cualquiera con mucho tiempo y una mínima habilidad puede marcarse un record en el Call of Duty, porque el propio juego le está invitando gentilemente a hacerlo.


Quizás, lo que más nos duele a los nostálgicos, no es tanto el modo de aumentar nuestra salud o el número de enemigos por nivel, sino que, antes, los juegos no nos querían en ellos. Los enemigos no parecían programados, realmente deseaban eliminarnos, no les importaba chocarse contra nosotros o devorarnos con sus llamas. Algunos patrones de desplazamiento de según que criaturas o proyectiles eran totalmente enfermizos, imposibles de anticipar a menos que se hubiera rejugado dicho nivel enésimas veces. Y, lo más importante de todo es que, la sensación que quedaba tras superar una a una, todas aquellas vicisitudes, era, sin lugar a dudas, la mayor de las recompensas.



*Se rumorea que el intrépido caballero que logró la gesta utilizó alguna especie de hack chungo.
**Juro que jamás hice algo así en el Castlevania III: Dracula's Curse.
***Curioso caso es del Castlevania (Again) en el que los corazones sirven para todo menos para aumentar la salud.

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